Hace pocos años me enganché al ciclismo, tanto de carretera como de montaña. Casi siempre salgo con mi buen amigo Julio. Nos gusta más escalar puertos que llanear y nuestro ritmo de cincuentones aficionados nos permite disfrutar tanto del paisaje como de la conversación durante varias horas.
Sin embargo, subirme a una bicicleta estática para pedalear en soledad cuarenta minutos con la vista interrumpida por una pared a unos tres metros de distancia me exige, por lo monótono de la actividad, altas dosis de fuerza de voluntad.
Tras mi última mudanza jubilé, con una brillante hoja de servicios, a mi vieja bicicleta. Adquirí una más moderna, de spinning, que me permite, para superar los niveles más exigentes, levantarme sobre ella e imaginar que estoy subiendo el Tourmalet. Y coloqué sobre la pared a la que ya me he referido, a la altura de la vista, una televisión de 21 pulgadas.
Durante mucho tiempo amenicé el sudor con concursos como Pasapalabra, el acelerado ritmo cardíaco con programas deportivos. He de reconocer que “la caja tonta” cumplía su misión, que no era otra que hacerme más agradable el soporífero pedaleo, sin más pretensión. Nunca sospeché que con el tiempo sería la culpable de que mi rendimiento mejorase.
Solo hacía falta el programa adecuado.
Cierto día, hace unas semanas, me detuve en el informativo de La Sexta, que hasta entonces creí incompatible con la indiferente bicicleta. No por la cadena, entiéndaseme, sino por el contenido del programa. Para mi sorpresa no tuve tentaciones de cambiar de canal. Al día siguiente tampoco, ni al siguiente, ni al siguiente…
Y después de mucho tiempo estancado, incapaz de progreso alguno, noté que no me costaba incrementar la cadencia de pedaleo, que aguantaba más tiempo, que el nivel 7 se me antojaba menos duro.
¿A qué se debía ese cambio?
Me joroba reconocer que mi grado de perspicacia no debe ser muy elevado ya que hasta hace unos días no he sido capaz de vincular ambos cambios estableciendo la, ahora evidente, relación causa-efecto.
Empezaba a calentar cuando varios ciudadanos griegos reconocían que la corrupción permanece enquistada en la columna vertebral de la sociedad helena, hasta el punto de ser tan habitual como repugnante sobornar a médicos para avanzar posiciones en las listas de espera o pagar en torno a 200 € para obtener el carné de conducir. Me activé de golpe y porrazo, superando la acostumbrada pereza inicial. Mis oídos se indignaron con el “molt honorable” Jordi Pujol que dice poseer una carta de su padre que justifica su fortuna así como haber gozado durante años de un eficaz gestor que multiplicó sus dineros cual si fueran panes y peces. La carta no la entrega, el gestor ya murió y, ante mi creciente enojo, Pujol ni se ruboriza. Hablando solo y alzando mi voz exigí la dimisión del presidente del gobierno al comprobar que reconoce no haberse enterado de que su anterior tesorero “desvió” unos 8.000 millones de pesetas. Debiera ser obligatorio dar estas cifras en nuestra difunta moneda, en euros apenas parece ya algo más que calderilla. Me enfurecí al conocer otra muerte de un enfermo de hepatitis C. Me llené de estupor ante la posibilidad de que un millonario como Messi ingresara en un paraíso fiscal 50.000 € por cada partido ¡¡¡benéfico!!! en el que participaba. Y no siendo suficiente todo ello, fui informado de que desde hace años existe en este país, heredero del Lazarillo de Tormes, un cártel de empresas de limpieza que despluma a las administraciones el dinero de todos pactando precios. Y que un líder de Podemos consiguió pagar menos impuestos facturando con una empresa creada en 2013 trabajos que había realizado desde el año 2010. Y que Susana Díez adelanta las elecciones porque dice que los de Izquierda unida no son de fiar; los mismos que en el anterior período electoral sostenían que el PSOE de los ERE debía estar en prisión en pleno. Y…
Mi amigo Julio también tiene una bicicleta de spinning. Él se motiva con ACDC. La música es el resorte que le espolea, con lo que supera el aburrimiento de una actividad tan rutinaria. Su bendita droga que condimenta con el deporte.
Ahora sé que los programas de noticias son la zanahoria que se balancea ante mí y que no alcanzo por más que mis piernas suben y bajan como el mecanismo de distribución de una locomotora de vapor.
Grito, me excito, insulto, me engorilo, pedaleo con más furia, me indigno, me levanto en la bici para acercarme más a los indeseables que desfilan por la pantalla e imagino que los insulto, me veo atropellando a más de uno pasándole por encima varias veces.
Cuando acabo, apago la tele con la inestimable sensación de estar cansado, de haber descargado suficiente adrenalina para mantenerme sereno y cuerdo hasta la próxima sesión. Que quede claro que soy, aunque pueda no parecerlo, inofensivo. Mas no descarto, por el devenir de las cosas, emular en cualquier momento al Michael Douglas de la película Un día de furia.
Al menos, sobre la bici, durante cuarenta minutos, soy capaz de sacar provecho de tanta podredumbre, del vergonzoso relato de la cloaca infecta en la que estamos convirtiendo este mundo.