Todo empezó el 17 de septiembre de 1965 en una pequeña ciudad vizcaína llamada Portugalete.
Mi infancia se encuadra en los tiempos de la EGB. Del jugar en la calle, a las canicas, al chorro morro pico tallo qué, con una peonza… a lo que fuera. De la televisión en blanco y negro, con dos canales, con prohibidas películas de dos rombos. Mi padre se compró un Seat 600 cuando yo no había cumplido aún tres años. Los domingos nos permitía visitar mil sitios; en agosto nos transportaba de vacaciones a Noja, en Cantabria, 64 kilómetros en hora y media si no había caravana. Fui un niño feliz, extrovertido e ingenuo, como tiene que ser.
«¡Entrábamos cinco con equipajes!»
«De pie, el segundo por la izquierda. ¡Nos encantaba el baloncesto!»
Con la adolescencia todo se complicó. El maldito acné, la mayor exigencia en los estudios, el ininteligible mundo femenino, las normas paternas y la consiguiente rebeldía… Hoy sé que mis padres no fueron tan inflexibles como pensaba. Aunque eran otros tiempos, si hace varios años, a punto de cumplir dieciséis, mi hija me hubiese pedido permiso para ir tres días a un pueblo de León, Mansilla de las Mulas para más señas, con varias amigas y una tienda de campaña para colocarla en cualquier campa de cualquier parque, me habría dado un infarto. Y si fuera chico, también. A mí mis padres me dijeron que sí. Ahora sé por qué soy algo inconsciente.
Me licencié en la Universidad del País Vasco, en Ciencias Económicas y Empresariales así como en Ciencias Actuariales. Uno de los mayores errores de mi vida. Debí estudiar Educación Física, pero solo se podía en Madrid y Barcelona (aún no existía la facultad de Vitoria) y yo seguía siendo demasiado ingenuo y cómodo. No me atreví. Desde hace años sufro artrosis en ambas caderas así como una magnífica hernia discal L4-L5, lo que me lleva a veces a pensar que quizá fue un acierto no estudiar Educación Física. Como dijo Descartes, dudo, luego existo.
El desafortunado hecho de solicitar una prórroga más por estudios me condujo directo a cumplir el servicio militar durante un año inacabable. Si no lo hubiera hecho, me habría librado por excedente de cupo y hoy podría llevar acumulado un año más de cotización para mi incierta pensión.
Hay hombres, creo que la mayoría, a los que no se les puede nombrar la «mili» si no se quiere acabar sepultado bajo mil y una batallitas. Confieso que soy una clara excepción a la regla. Por higiene mental lo he olvidado todo… bueno, casi todo. Recuerdo una tarde en la que un subteniente nos ordenó sacar de una habitación una inmensa máquina imposible de desmontar. Solo existía una puerta minúscula y no se nos permitía demoler el edificio. Supongo que todavía seguirá allí. Nadie fue fusilado.
«Fui «el bibliotecas». Catalogando la biblioteca del cuartel»
«Mi familia»
Con veintisiete años me fui a vivir con la que hoy es mi mujer, desconozco durante cuánto tiempo más me aguantará. Si bien nunca tuve deseos de tener un hijo, cierto día el reloj biológico de mi compañera se activó. Cuatro días antes de los 31, nació mi hija. Desde entonces el presupuesto para regalos se agota justo antes de mi cumpleaños. Nunca me ha importado; bueno, vale, un poco sí.
Los estudios condicionaron mi singladura laboral. Vagué sin rumbo en varios trabajos hasta que constituí, junto con mi socio, un par de empresas en 1999. Hasta hoy. Pero esa es otra historia.
En noviembre de 2012 comencé a escribir en serio.
No he dejado de hacerlo. No deseo dejar de hacerlo.